Un invento nacido para competir

Publicado el 11 de noviembre de 2024, 10:38

JUAN PEDRO DE LA TORRE. Publicado en Eso no estaba en mi libro de historia del motociclismo septiembre 2022.

Si hay algo íntimamente ligado a la motocicleta es la competición. Se puede decir que no hay invento más idóneo para las carreras que una moto, porque la máquina se convierte en la prolongación del ser humano. Los italianos, con acierto, en muchas ocasiones emplean el término centauro –esa figura mitológica, con cuerpo y patas de caballo y torso, brazos y cabeza humanos- para referirse a los pilotos, porque moto y piloto se convierten en un solo conjunto, como un centauro.

Los italianos saben de lo que hablan porque llevan las carreras en la sangre. Aunque no inventaron las competiciones de cuadrigas –los griegos ya las incorporaron a los Juegos Olímpicos en el siglo VII A.C.- sí perfeccionaron este tipo de carreras en el Imperio, con recintos adecuados, como el Circo Máximo, y se puede decir que, por más que les pese a los británicos, son los verdaderos padres de la competición sobre ruedas. Las cosas como son. Para cuando las tribus del norte de Escocia saltaron el Muro de Antonino y plantaron cara a las tropas romanas de Britania allá por el siglo II, Cayo Apuyelo Diocles, auriga nacido en Emérita Augusta –la actual Mérida-, dejaba la competición a los 42 años de edad, con 1.462 victorias en su haber. Diocles fue, a decir de las crónicas, el Valentino Rossi de su época. Y qué casualidad, dejó la competición a la misma edad que el prodigio de Tavullia.

Casi dos milenios después, el invento del motor de explosión dio un nuevo sentido a la competición, y frente a los mastodónticos y aparatosos automóviles de comienzos del siglo XX, la motocicleta se presentaba como un vehículo ágil y dinámico, a la medida del ser humano. No es de extrañar que la moto, a pesar del riesgo inicial que ofrecía, la imperiosa necesidad de mantener el equilibrio para no caer, terminara arraigando como lo hizo. La sensación de libertad, de integración con el entorno, es algo que nunca podría ofrecer un automóvil.

Las competiciones motociclistas no tardaron en florecer, como la International Cup, o el Tourist Trophy, que como vimos en el capítulo anterior arrancó en 1907 y solo ha dejado de disputarse durante las dos grandes guerras, en 2001 por la fiebre aftosa que afectó a Reino Unido, y en el reciente periodo de pandemia. Durante largo tiempo, el TT de la Isla de Man fue la máxima referencia de la competición, era la carrera de las carreras, el gran desafío de cualquier piloto. Todo el que quería medir su talento, conocer hasta donde sería capaz de llegar a lomos de una moto de carreras, tenía que competir en el TT. Pero no fue la única prueba motociclista que alcanzó relevancia. Tras la I Guerra Mundial la proliferación de competiciones internacionales fue más que notable.

El periodo de entreguerras, de 1919 a 1939, fue un tiempo convulso que se vivió con intensidad, en ocasiones atropelladamente. A la emergencia social provocada por las secuelas de la I Guerra Mundial le siguió la crisis económica de 1929, que hundió la economía. Y solo una década después se desató una nueva guerra aún más devastadora. La industria motociclista vivió durante esa época un periodo de enorme progreso y expansión dado que las motos eran una forma sencilla y accesible para incrementar la motorización de los países. Siempre ha sido así. Las naciones quedaban devastadas por la guerra, y en la reconstrucción el primer paso, el más sencillo y accesible, en la motorización es la motocicleta. En las nuevas sociedades industrializadas que intentaban recuperarse de la gran tragedia de la guerra, el canto a la tecnología y la exaltación de la máquina contribuyeron a popularizar aún más la automoción y sus competiciones, haciendo de los pilotos motociclistas los nuevos caballeros andantes de la sociedad moderna, haciendo de los pilotos los deportistas más populares del momento. La industria fomentó la competición porque encontró en ella una extraordinaria plataforma donde mostrar la calidad de los productos, transformando los resultados deportivos en campañas publicitarias, en un periodo en el que la propaganda estaba presente en todos los ámbitos de la sociedad, para bien o para mal.

Las principales potencias económicas e industriales de entonces, Francia, Reino Unido, Italia y Alemania, desarrollaron una notable industria de automoción. En aquellos días había una interrelación entre aeronáutica, automovilismo y motociclismo, y las competiciones de estas especialidades estaban estrechamente relacionadas. Fue muy común que muchos de los ases aéreos que combatieron en la I Guerra Mundial, una vez concluido el conflicto, terminaran dedicándose al motociclismo o al automovilismo. Porque para correr en coche o en moto en aquellos días, además de destreza había que tener valor, mucho valor, y nervios templados para enfrentarse a las competiciones de la época.

Hay que recordar que por entonces apenas existían los circuitos. En 1907 se inauguró el de Brooklands en Reino Unido, la primera instalación de estas características del mundo, y en 1909 el circuito de Indianápolis, en Estados Unidos. Después de la Gran Guerra, las primeras pistas que se construyeron en Europa fueron Monza, en Italia, en 1922; Terramar, en Barcelona, al año siguiente; en 1924, Linas-Montlhéry, Francia; y en 1927 el circuito de Nürburgring, en Alemania. Pero la inmensa mayoría de las carreras se disputaban en trazados de carretera y en las calles de las ciudades, escenarios plagados de trampas, con firmes inestables, suelos de adoquín, bolardos, bordillos, aceras, postes y farolas, y monumentales árboles, además de vallas y muros. Y allí estaban los aguerridos pilotos, dispuestos a lanzarse a toda velocidad sobre esa estrecha franja negra que era la pista, sorteando cuantos obstáculos surgían a su paso. Pues sí, definitivamente, para pilotar una moto de carreras había que tener destreza, pero sobre todo valor.

Las grandes industrias motociclistas europeas estaban en Gran Bretaña, Italia y Alemania, aunque las terribles condiciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles de 1919, con abusivas indemnizaciones y la limitación en el desarrollo de determinada producción industrial –la siderurgia y la industria naval tenían enormes limitaciones-, que provocaron el cierre de muchas industrias abocando a Alemania a un creciente desempleo que alcanzó el 40 por ciento en 1932. Las estrictas condiciones de Tratado provocaron que muchas industrias quedaran condenadas a la desaparición o a cambiar de actividad, y la gran beneficiada de esta situación fue la automoción, puesto que algunos de los más célebres diseñadores aeronáuticos pasaron a trabajar en la industria automovilista y motociclista.

Rapp Motorenwerke, fundada en 1913 en Munich por Karl Rapp, se dedicaba a la fabricación de motores de aviación, y cuando Otto Flugzeugwerk, la empresa de aviación creada por Gustav Otto, hijo del célebre Nikolaus Otto -para muchos padre del motor de combustión moderno, el conocido como “ciclo Otto” que en realidad fue una copia del diseño realizado por Alphonse Eugene Beau de Rochas, cuyos derechos de patente no pudo renovar por falta de dinero-, entró en quiebra en 1916 se hizo con la compañía para crear Bayerische Flugzeugwerk AG (BFW), que a partir de 1917 pasó a denominarse Bayerische Motoren Werke GmbH, es decir, la archiconocida marca BMW.

Sin embargo, con las imposiciones de Versalles, BMW tuvo que abandonar el sector de la aviación y se dedicó al sector agrícola, a las embarcaciones, y la fabricación de frenos para trenes. ¡Menudo cambio! Afortunadamente, todo cambió cuando un joven ingeniero llamado Max Fritz presentó en 1923 un proyecto para realizar una moto, la R 32, que sería el punto de partida de BMW en la industria motociclista. En ese ámbito, Alemania estuvo alejada de las competiciones deportivas hasta 1922, y carecía de carreras internacionales que ya proliferaban en la mayoría de los países europeos, pero a partir de ese año un acuerdo entre la industria, los fabricantes de neumáticos y los propios clubes y competidores alemanes permitió estandarizar las carreras a través de una regulación común, dando un notable impulso a la competición.

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