JUAN PEDRO DE LA TORRE. Publicado en SoyMotero.net 28 de agosto de 2015
Una tarde de enero de 1996, la víspera de cruzarme medio planeta camino de la presentación del equipo Suzuki Lucky Strike del Mundial de 500, recibí en mi casa la llamada de Joan Garriga. Fue la primera y la única vez que un piloto ha llamado a mi teléfono particular. Conocía a Joan desde mis inicios en la profesión, en el diario Marca, del que fui corresponsal en los Grandes Premios en 1989 y 1990, pero fue a raíz de su fugaz paso por el Mundial de SBK cuando realmente intimamos.
Aquella llamada me sorprendió. Por entonces, Joan ya estaba metido en la vorágine que ha terminado por devorarle. Ya había pasado por la ruptura con Juan García Llach, el hombre que se ocupó de sus asuntos durante muchos años; ya se había producido el incendio en el negocio de bicicletas que había montado años atrás; ya había comenzado a tener problemas con la justicia. Pero no recuerdo que habláramos de nada de eso. Hablamos de todo y de nada a la vez, hablamos de nimiedades, bromeamos…
Fue una charla sin más, pero me quedé con una extraña sensación, con la ansiedad de Joan de hablar por hablar. De hablar sin tener que justificarse ni explicar nada. Simplemente quería hablar, de lo que fuera, y que al otro lado no le preguntaran lo mismo de siempre. Si intentaba interesarme por su estado, si le preguntaba cómo estaba, enseguida desviaba la cuestión. “Estoy bien, aquí, con un amigo” y saltaba a otra cosa. Pero lo que Joan me transmitió fue una absoluta sensación de soledad. Buscaba alguien con quien hablar, y ese día se acordó de mí. Nunca me tuve por amigo de Joan, simplemente era un periodista que se entendía bien con él. Y lo aprecié, y lo aprecio. Mucho. Más que a algunas de las grandes figuras de este deporte.
El paso del tiempo traía noticias poco alentadoras sobre su situación. Joan vivía en su casa de Vallvidrera, se había hecho cargo de la hija que tuvo con Vicky Fargas, y sobrevivían buenamente como podían, con la generosidad de familiares y amigos, con la ayuda de algunos viejos compañeros de las carreras.
En 2000, por sorpresa, me lo encuentro en la recepción de un hotel de Jerez, durante el Gran Premio de España. Estaba radiante, estupendo. Me alegré mucho por su formidable aspecto. “Mira, me he puesto toda la piñata”, me dijo mostrándome la dentadura. Quedamos para una entrevista en el circuito, al día siguiente. No le entusiasmó la idea, pero aceptó. Y poco a poco se fue sintiendo cómodo. Nuestra charla fue interrumpida constantemente por un reguero de personas que acudían a saludarle, a darle un abrazo, a mostrar su alegría por verle de vuelta en un circuito. Creo que hasta ese momento Joan no se había dado cuenta de lo mucho que se le apreciaba. De aquellos años de sombras el único recuerdo grato debió ser la pancarta que un grupo de aficionados colgó en una de las vallas de Albacete, tras quedarse sin el patrocinio de Tabacalera, que le llevó atropelladamente al Mundial de SBK: “Tranquilo, Joan: ni Dios fuma Ducados”. Pero en Jerez se encontró con gente que se alegró mucho de verlo.
Pero los abrazos y las palmadas no dan de comer. Hubo promesas de la Federación Catalana de posibles trabajos en la formación de pilotos jóvenes, y también Dani Amatriaín se lo llevó a Almería para trabajar en el circuito, pero por unas cosas u otras, Joan siguió solo. Unos años después escribí un reportaje sobre él en Motociclismo. Aquello debió ser en 2007. El ángel caído, se titulaba. Sé que no le gustó el titular, pero no me reprochó nada. Nunca lo hizo. Fue así de honesto: desde el momento que aceptaba hablar contigo para un artículo o una entrevista, asumía la interpretación que tú hicieras de sus palabras, de sus gestos, de su ánimo.
Una mañana de ese verano me llamó Blanca Echaide, la hermana de Juan Echaide, aquel mítico piloto vasco formado en la Copa RD francesa que nos maravilló a todos en los años ochenta y que, por desgracia, no llegó a triunfar en el motociclismo. Los Echaide coincidieron con Joan en el Nacional y entablaron una buena relación. La buena gente siempre se entiende. Blanca leyó el artículo y sin pensarlo dos veces se fue a Barcelona, a verlo. Y me llamó preocupada por Joan, preguntándose si podíamos hacer algo por él, si le podíamos ayudar de alguna manera. Lo que le dije, creo, fue que era Joan el primero que tenía que aceptar dejarse ayudar. En ese momento yo creo que Joan no estaba dispuesto a cambiar. Y así ha seguido, siendo rebelde y libre, hasta el fin de sus días.
Sería injusto decir que Joan ha estado completamente solo todo este tiempo, porque sí ha habido gente interesada en él. Ha tenido cerca a su familia, a su hija, que le dio una preciosa nieta con la que a Joan se le volvieron a iluminar los ojos de alegría. Y cuando fue desahuciado en 2013, se encontró con el apoyo de Sito Pons, y un grupo de amigos, de incondicionales, le arroparon como buenamente pudieron. La venta de camisetas supuso un leve desahogo a su situación, pero desde aquella noche que Joan, ya sin casa, tuvo que dormir en su coche junto a su perra, la situación se volvió crítica. Luego llegó el alberge, los dos infartos y la cuesta abajo irreversible.
En diciembre de 2013 publiqué mi tercer libro, El tiempo del cambio, en cuya portada salen Joan y Sito. El libro explica el proceso de cambio experimentado por el motociclismo español en los años ochenta, y aquella mítica temporada de 1988, en la que Joan y Sito pelearon por el título de 250, fue el epicentro de esa transformación. En febrero de 2014 coincidí en Cheste con Sito, en unos entrenamientos. Le di un libro, sonrió y me dijo: “Ya lo tengo. ¿A qué no te imaginas quién me lo ha regalado? Ha sido Joan”. No pude sentirme más orgulloso, pero no conseguí volver a hablar con Joan.
El pasado sábado leí un texto de Luis Miguel Reyes en recuerdo de Joan: “No voy a decir lo buen chaval que era (quizá sin conocerlo como seguramente ha hecho más de uno en las redes) y tampoco entraré a opinar lo mal que gestionó su vida tras las carreras. Y no lo voy a hacer porque, para eso, habría tenido que estar a su lado durante los difíciles años que pasó desde que abandono las carreras hasta su fallecimiento”, decían sus sabias palabras, que me hicieron sentir vergüenza por no haber hecho más por Joan, por lamentarme de sus males, por pensar que no tenían remedio, por limitarme a contemplarlo sin más. Es cierto que llega un momento en la vida en el que cada uno tiene sus propias guerras y elige su propio camino, de nada sirve lamentarse por lo que no se ha hecho, pero no lo puedo evitar.
Ahora todos somos de Garriga. El periodismo en general ha hecho un ejercicio de cinismo en estos días con la muerte de Joan. ¿Dónde estábamos todos cuando empezaron los malos tiempos, cuando realmente Joan buscaba ayuda y ninguno se la ofrecimos?
Creo que la última entrevista que leí sobre Joan fue la que le realizó Jaime Martín para Marca, en junio. “Esto va a acabar mal”, titulaba. Me dio miedo, mucho miedo. Acaban de machacarle de nuevo, en todos los medios, salpicado por una redada relacionada con el narcotráfico. Se habló más de eso que de su regreso a las pistas, en Jerez, esa misma semana, en el World Bike GP Legends. Ya daba igual, estaba marcado. La entrevista me transmitió una sensación de derrota horrible.
Joan ha estado mucho tiempo solo, sufriendo, y cuando por fin había encontrado apoyo en el grupo de amigos que colaboró con él poniendo en marcha la venta de camisetas o su cuenta oficial en las redes sociales, o el club de fans en el que estaban trabajando por iniciativa de Joan, ha tenido que suceder esta tragedia. Me dicen que veían a Joan realmente ilusionado. “Por primera vez desde los infartos estaba ILUSIONADO [escribe con mayúsculas, Cristina] y con ganas de meterse de lleno, al frente y capitanear…”. La vida no ha podido ser más injusta con él.
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