JUAN PEDRO DE LA TORRE. Publicado en Motociclismo.es 3 de mayo de 2007
Sé que hablar de contrastes en China es un gran tópico, pero de hecho el país se debate a lo largo de su historia en este sentido: el contraste de un país milenario, plagado de tradiciones, que se abre a la modernidad y la tecnología; el contraste entre el comunismo más ortodoxo que ha sometido a su población en los últimos sesenta años, y el capitalismo voraz que ahora se instala en sus vidas. Y este paso de una sociedad a la otra se ha producido de repente –tratándose de una nación con miles años de historia, esta última década de cambios apenas es un supiro-, como quien se acuesta una noche y se levanta a la mañana siguiente transformado. China está en continua evolución, y puede que sea Shanghai el símbolo más elocuente.
Ésta es una ciudad inabarcable. Tiene unos siete millones y medio de habitantes, pero si le añadimos el entorno metropolitano, la población crece por encima de los catorce millones, lo que la sitúa como la ciudad de Asia más poblada. En Shanghai es difícil encontrar espacios abiertos; seguramente no existan. Sólo ves grandes edificios. Están los grandes rascacielos, las modernas construcciones nacidas sobre el Pudong, en el margen derecho del Huangpou, un gran río que parte la ciudad por la mitad. En el Pudong se alzan torres colosales que parecen mirar con desdén hacia la otra orilla, donde se encuentra el Bund, el barrio comercial, de estilo colonial, plagado de edificios modernistas y construcciones Art Decó, donde se asentaron en el siglo XIX los primeros comerciantes europeos, principalmente británicos, franceses y norteamericanos, que consiguieron abrir Shanghai al comercio internacional. Su condición como primer puerto marítimo de China hizo que la ciudad prosperara rápidamente, convirtiéndose además en un importante centro industrial. Aunque dejemos a un lado el Bund y el Pudong, la ciudad sigue llena de edificios colosales. Y no tienen por qué ser la sede de un gran banco, un hotel de lujo, o las oficinas de una corporación industrial. Shanghai está repleto de barrios obreros plagados de torres, de más de treinta plantas, convertidas en colmenas de apartamentos que dan cabida a millones de trabajadores. Porque la trastienda de su monumental escaparate la ocupa una ciudad eminentemente industrial.
No hay una porción de terreno donde no se levante un rascacielo, y mires donde mires, de día o de noche, la silueta de la ciudad está recortada por infinidad de edificios, a cual más alto, que hieren el cielo como saetas. La edificación en Shanghai es mayoritariamente vertical, lo que me hace pensar que cada metro cuadrado de superficie tiene un altísimo valor.
Para desplazarte es imprescindible tener un coche de alquiler con conductor, o al menos viajar con alguien nativo que te oriente, pues todas las señales y las indicaciones están mayoritariamente escritas en chino. Y optar por el transporte colectivo es descorazonador a la vista de las colas de las paradas o el amontonamiento con el que se viaja en los autobuses, por otra parte, nada modernos. El crecimiento económico de China se deja notar en el tráfico de Shanghai. La bicicleta es visible en todas las calles, pero el automóvil ya se ha adueñado del terreno. Por el contrario, las motos son escasas. No en vano, en China están prohibidas las motos de más de 150 cc.
En nuestra primera noche en Shanghai decidimos cenar en la ciudad. Nuestro chófer nos llevó al barrio de Xintiandi, en el centro, un par de recoletas manzanas de inmuebles coloniales, limpias y relucientes, encerradas entre rascacielos y grandes edificios en construcción. Parecía que todo Shanghai se había echado a la calle, aunque no era más que una noche de miércoles. Xintiandi estaba repleto de locales, restaurantes de todo tipo, tiendas de artesanía, incluso algunas tiendas especializadas en vino -¡pero sin caldos españoles!-, lugares en donde la creciente clase media de Shangahi sale a disfrutar de su ocio y tiempo libre, abarrotando los locales, en su mayoría de corte occidental.
Mientras que hay un Shanghai que disfruta de la vida, al otro lado de la calle, oculto tras un muro y unos andamios, hay otro Shanghai que sigue trabajando, alimentando a esta urbe insaciable que crece día a día y no parece detenerse nunca. Nada la detiene. No se duda en deshacer una parte de la ciudad, cambiar su fisonomía, para edificar masivamente. Xintiandi es un área pequeña y afortunada, un oasis dentro de la ciudad. El populoso barrio de Nanshi no tiene esa suerte. Una amplísima barriada obrera, plagada de casitas, viejas y modestas, está siendo arrasada para hacer sitio a nuevos y gigantescos edificios. Donde antes apenas había unas decenas de miles de personas habrá muy pronto cientos de miles.
Shanghai es un derroche de luz, de energía. Los edificios están vistosamente iluminados, y el espectacular perfil de la ciudad que se puede contemplar desde el Bund impresiona. Pero, a pesar de los destellos de los carteles luminosos, del lujo desbordado de las nuevas construcciones, Shanghai no puede ocultar la fealdad de sus barrios de trabajadores, ni tampoco su realidad industrial, que llena de polvo los edificios, que desluce y quita lustre a la ciudad. Realmente, Shanghai parece tener un brillo de oropel.
Veinte metros por debajo de las autopistas que atraviesan la ciudad, excelentes atalayas desde donde contemplar sus magníficos edificios, vive la realidad del día a día, una realidad en penumbra, con poca luz, porque mientras que la zona más moderna y vistosa de Shanghai goza de una iluminación recargada, los barrios obreros son oscuros, y la gente se recoge temprano porque le espera una nueva y agotadora jornada de trabajo. En Jiading, ciudad obrera del extrarradio de Shanghai, donde se encuentra el circuito y nuestro hotel, cuando cae la noche apenas circula gente por la calle, vagamente iluminada con esporádicas y mortecinas farolas. Shanghai es todo lo contrario: es una explosión de luz en los edificios, de gente en la calle, de movimiento de vehículos por la ciudad. De nuevo, los contrastes.
Y otro más: la Luna llena parece una bombilla sucia, polvorienta y amarilla. Cuando despegamos de Munich la noche anterior, lucía blanca y brillante, como una perla bajo el sol. La contaminación aquí es grandísima. Quizás allá arriba, por encima del amasijo terroso de polvo y ceniza que flota sobre nuestras cabezas, puede que brille el sol, iluminando el azul celeste del firmamento, pero esa perpetua nube, triste y cenicienta, impide que lo veamos.
Shanghai -y toda China- es un gigante que se alimenta de electricidad, de combustible, y de seres humanos. No obstante, la vida se abre paso. Esta noche volveremos a la gran urbe.
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